Mictlantecuhtli, "señor de la región de los muertos" y miembro del panteón nahua, es uno de los principales puntos de partida de la antiquísima tradición nahuatl consistente en la dualidad vida-muerte, principio fundamental que inspiraba a la cosmogonía y cosmovisión de aquel entonces. Las fiestas del mes de Tepeíhuitl y del mes de Quecholli, en las que se honraba a los ahogados o en los que se quemaban flechas y teas en los sepulcros, fueron los antecesores de lo que incluso en Yucatán bajo la influencia maya y durante la época independiente se denominó como el Uahil col, fiestas en las que los ascendientes se agasajaban en banquetes con sus difuntos descendientes.
Cuando alguien moría, tenía diversos destinos de acuerdo a distintos factores que podían atender a su propia condición o bien, a las circunstancias en las cuales pereció. Así, generalmente los muertos iban a Mitlan o lugar de los muertos; aquellos que morían ahogados iban al Tlalocan o lugar de Tlaloc; quienes morían en parto o batalla, tenían como destino la casa del sol, y para los adúlteros era Tezcatlipoca quien aguardaba.
Siglos de tradición han situado dos fechas fundamentales a tan arraigada costumbre, señalándose al 1º de noviembre como el día de Todos los Santos (o día de los angelitos) donde se recuerda a los niños finados. Y todos los que aún no lo son, no pierden tiempo al pedir su "calaverita". Es en el tránsito del día 1º al 2º cuando tiene lugar la fiesta de los Fieles Difuntos, donde es costumbre visitar los cementerios y honrar con comida y rezos a la memoria de aquellos fallecidos que tan sólo esa noche regresan a la tierra para compartir con los suyos la pan y la sal, ¿y por que no? alguna que otra golosina.
Las calaveras
Claro, no podían dejar de recibir el nombre de "calaveras" aquellas creaciones de dulce que tras haberse disuelto el azúcar en agua y secado con posterioridad en moldes diseñados ad hoc, son finalmente engalanadas con azúcar coloreada y papel plateado, llevando honrosamente en frente el nombre del feliz comprador.
Para Querétaro, suelen existir dos altares más representativos, los cuales son elaborados por los otomíes, uno, y otro por los concheros. Este primero es hecho básicamente en las comunidades de Tolimán, Amealco, Pueblito y Santa María, el cual tiene rasgos muy particulares. La música que acompaña a estos festejos tiene sus raíces en la oralidad y son los alabanceros quienes se han encargado de que ésta perdure desde tiempos prehispánicos hasta nuestros días.
En específico, el altar otomí consiste en diversos elementos característicos: El altar se compone de siete escalones, forrados con tela negra, los cuales representan los siete pecados capitales. En un espacio anterior al altar, se coloca un camino de arena alumbrado con veladoras, por donde pasará el difunto. Al pie del altar se coloca un espejo con el cual se purificará el alma del muerto, mientras que un vaso de agua bendita calmará la sed de éste por el largo recorrido que haya realizado.
En su primer escalón, se coloca el santo de la devoción del occiso, el segundo es para las almas del purgatorio. El tercer escalón correspondía a la sal en favor de los niños que estuvieran en el limbo. En el cuarto se colocaba pan de muerto y vino elaborado por los familiares del muerto, en consagración. Al siguiente correspondían los alimentos preferidos del muerto, siguiendo en el sexto la fotografía del difunto. Finalizando en el séptimo con un rosario elaborado con limas y tejocotes, con su respectiva cruz. Por un lado del altar es colocada una olla de barro con hierbas aromáticas puestas a hervir tales como tomillo, mejorana, laurel, entre otras, la cual se tapa con una penca de nopal dejando salir el vapor por unos orificos hechos a la misma.
Se coloca una mesa con cuatro sillas donde se sientan tres parientes del muerto y el lugar adicional se destina para el propio difunto, al lado del altar.
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