En su vigésimosegunda edición, la de 2001, el académico Diccionario de la Lengua Española trae un verbo mexicanísimo: “chingar”, y lo cargan con las siguientes responsabilidades o culpas entre picaronas e inocentes, entre precisas y vagarosas:
chingar. (Del caló čingarár, pelear). tr. Importunar, molestar. 2. malson. Practicar el coito. 3. coloq. Beber con frecuencia vino o licores. 4. Am. Cen. Cortar el rabo a un animal. 5. intr. Can. salpicar. 6. Pal. tintinar. 7. Arg. y Ur. Colgar desparejamente el orillo de una prenda. 8. prnl. embriagarse. 9. Can., Arg., Bol., Chile y Col. No acertar, fracasar, frustrarse, fallar. ~la. fr. coloq. Arg. Equivocarse, fracasar.
Tú, lector astuto, intrépido detective de la lengua desde que en la niñez de perverso polimorfo (Sigmund Freud dixit) incursionabas en los diccionarios en busca de las palabras prohibidas por los mayores para mayor fascinación de los precoces niños procaces, sabes ahora que las citadas acepciones académicas 1ª, 2ª y 9ª de la palabra acaso más frecuentada por labios léperos de México pueden ser documentadas por tres correspondientes ejemplos: (1) cuando en los comienzos de una bronca en cualquier salón-cantina se oye a uno de dos habitués discutidores decir irritadamente al otro que lo importuna: “¡No me estés chingando”; (2) cuando, acaso en el mismo lugar de alcoholes turbios y comunicativos, se oye decir a un contertulio con presunciones donjuanísticas: “A esa señora pirrurris ya yo me la chingué”; y (3) cuando, posiblemente en el mismo sitio de las civiles libaciones, alguien termina el relato de una severa frustración crematística: “…Y entonces, ¡chin!, que se me chinga el negocito.”
Ítem más: en otra entrada, que también, como suele suceder, es una salida, el mencionado lexicón (que no es una palabra mala, sino otro modo elegantemente pedantesco de decir diccionario) incluye “chingada”, voz derivada del verbo ya mencionado, y así la ilustra:
chingado, da. malson. Méx. U. para expresar sorpresa o protesta. a la ~. loc. adv. malson. El Salv. y Méx. a paseo. Me mandó a la chingada. ¡Váyase a la chingada! de la ~. loc. adj. malson. Méx. pésimo. U. t. c. loc. adv. V. hijo de la ~.
Dejando aparte la académica si bien candorosa ilusión de que, en México y en la hermana República del Salvador, mandar a alguien “a la chingada” sería lo mismo que meramente enviarlo a pasear por extraviados y malolientes rumbos cuyo solo callejerío fuese canalla, yo he aplaudido en un lejano texto de ocasión que los lexicólogos oficiales registrasen esas tan emblemáticas palabritas con sus implicaciones mexicanísimas. Y ahora, cuando, saltando de página en página del libro Calligrammes, de 1918, releía al poeta francés de la modernité, Guillaume Apollinaire (1880-1918), me fue grato encontrar que en su poema “Lettre-Océan” (es decir “carta ultramarina”) incluyera él la palabra ésa, dispuesta en una irregular columna de sílabas y tipográficamente incorrecta (la sola C sin la H, que es la que da sabor al caldo):
Ilappelaitl’IndienHijodelaCingada.
Es decir: “Él llamaba al Indio Hijo de la Cingada” (sic).
Hay además en ese mismo caligrama otras voces mexicanas o que conciernen a México: República Mexicana, Ipiranga (el barco que se llevó a Don Porfirio), Coatzacoalcos, Chapultepec, chirimoya, pendeco (que debe ser pendejo, pues la acompaña la aclaración: “es más que imbécil”), etc.
¿Apollinaire, como el “Aduanero” Rousseau, presumía de haber estado en México? No, pues nunca traspasó fronteras europeas, pero quizá se interesaba en este país desde que el pintor naïf Rousseau (que quizá tampoco había estado por aquí) le contaba de la flora y la fauna mexicanas y del “rubio emperador que allá fusilaron”. Además en tiempos de la presidencia de Madero y del golpe huertista tenía Guillaume en la capital mexicana un hermano, Albert (Kostrowitzky, verdadero apellido de los dos), al parecer empleado en un banco extranjero, que le enviaba cartas con curiosidades lingüísticas y folclóricas del país o sucesos históricos en vivo: la “Decena Trágica”, la situación de los ciudadanos franceses en aquellos momentos, la huida ferroviaria del “bardo Urueta” disfrazado de señora, etc. Sin duda México resultaba extraño, pintoresco y fascinante para el poeta-cronista, que podía decir algo como esto: “Albert es la extensión de mi mirada en México”, y metió esas mexicanerías tanto en algunas de sus crónicas del Mercure de France como en uno de sus más vanguardistas y bellos poemas, en el cual la frase “hijo de la chingada”, entre los versos franceses y con el susurro agresivo de su Ch (aunque descuidadamente ortografiada en mera C), fulgura como un violento, un refinado, un lírico escupitajo de líquida plata.