13 de diciembre de 2007

La mexicanísima palabra


En su vigésimosegunda edición, la de 2001, el académico Diccionario de la Lengua Española trae un verbo mexicanísimo: “chingar”, y lo cargan con las siguientes responsabilidades o culpas entre picaronas e inocentes, entre precisas y vagarosas:

chingar. (Del caló čingarár, pelear). tr. Importunar, molestar. 2. malson. Practicar el coito. 3. coloq. Beber con frecuencia vino o licores. 4. Am. Cen. Cortar el rabo a un animal. 5. intr. Can. salpicar. 6. Pal. tintinar. 7. Arg. y Ur. Colgar desparejamente el orillo de una prenda. 8. prnl. embriagarse. 9. Can., Arg., Bol., Chile y Col. No acertar, fracasar, frustrarse, fallar. ~la. fr. coloq. Arg. Equivocarse, fracasar.

Tú, lector astuto, intrépido detective de la lengua desde que en la niñez de perverso polimorfo (Sigmund Freud dixit) incursionabas en los diccionarios en busca de las palabras prohibidas por los mayores para mayor fascinación de los precoces niños procaces, sabes ahora que las citadas acepciones académicas 1ª, 2ª y 9ª de la palabra acaso más frecuentada por labios léperos de México pueden ser documentadas por tres correspondientes ejemplos: (1) cuando en los comienzos de una bronca en cualquier salón-cantina se oye a uno de dos habitués discutidores decir irritadamente al otro que lo importuna: “¡No me estés chingando”; (2) cuando, acaso en el mismo lugar de alcoholes turbios y comunicativos, se oye decir a un contertulio con presunciones donjuanísticas: “A esa señora pirrurris ya yo me la chingué”; y (3) cuando, posiblemente en el mismo sitio de las civiles libaciones, alguien termina el relato de una severa frustración crematística: “…Y entonces, ¡chin!, que se me chinga el negocito.”

Ítem más: en otra entrada, que también, como suele suceder, es una salida, el mencionado lexicón (que no es una palabra mala, sino otro modo elegantemente pedantesco de decir diccionario) incluye “chingada”, voz derivada del verbo ya mencionado, y así la ilustra:

chingado, da. malson. Méx. U. para expresar sorpresa o protesta. a la ~. loc. adv. malson. El Salv. y Méx. a paseo. Me mandó a la chingada. ¡Váyase a la chingada! de la ~. loc. adj. malson. Méx. pésimo. U. t. c. loc. adv. V. hijo de la ~.

Dejando aparte la académica si bien candorosa ilusión de que, en México y en la hermana República del Salvador, mandar a alguien “a la chingada” sería lo mismo que meramente enviarlo a pasear por extraviados y malolientes rumbos cuyo solo callejerío fuese canalla, yo he aplaudido en un lejano texto de ocasión que los lexicólogos oficiales registrasen esas tan emblemáticas palabritas con sus implicaciones mexicanísimas. Y ahora, cuando, saltando de página en página del libro Calligrammes, de 1918, releía al poeta francés de la modernité, Guillaume Apollinaire (1880-1918), me fue grato encontrar que en su poema “Lettre-Océan” (es decir “carta ultramarina”) incluyera él la palabra ésa, dispuesta en una irregular columna de sílabas y tipográficamente incorrecta (la sola C sin la H, que es la que da sabor al caldo):

Ilappelaitl’IndienHijodelaCingada.

Es decir: “Él llamaba al Indio Hijo de la Cingada” (sic).

Hay además en ese mismo caligrama otras voces mexicanas o que conciernen a México: República Mexicana, Ipiranga (el barco que se llevó a Don Porfirio), Coatzacoalcos, Chapultepec, chirimoya, pendeco (que debe ser pendejo, pues la acompaña la aclaración: “es más que imbécil”), etc.

¿Apollinaire, como el “Aduanero” Rousseau, presumía de haber estado en México? No, pues nunca traspasó fronteras europeas, pero quizá se interesaba en este país desde que el pintor naïf Rousseau (que quizá tampoco había estado por aquí) le contaba de la flora y la fauna mexicanas y del “rubio emperador que allá fusilaron”. Además en tiempos de la presidencia de Madero y del golpe huertista tenía Guillaume en la capital mexicana un hermano, Albert (Kostrowitzky, verdadero apellido de los dos), al parecer empleado en un banco extranjero, que le enviaba cartas con curiosidades lingüísticas y folclóricas del país o sucesos históricos en vivo: la “Decena Trágica”, la situación de los ciudadanos franceses en aquellos momentos, la huida ferroviaria del “bardo Urueta” disfrazado de señora, etc. Sin duda México resultaba extraño, pintoresco y fascinante para el poeta-cronista, que podía decir algo como esto: “Albert es la extensión de mi mirada en México”, y metió esas mexicanerías tanto en algunas de sus crónicas del Mercure de France como en uno de sus más vanguardistas y bellos poemas, en el cual la frase “hijo de la chingada”, entre los versos franceses y con el susurro agresivo de su Ch (aunque descuidadamente ortografiada en mera C), fulgura como un violento, un refinado, un lírico escupitajo de líquida plata.

Diario infinitesimal

Los apretados infiernos


En la obra de Marlowe, Fausto interroga a Mefistófeles y le pregunta cómo va a regresar al infierno, de donde supone que ha salido.

–¿No sabes dónde está el infierno? –se sorprende el demonio–. No, no tengo que regresar, no he salido del infierno, el infierno está aquí donde estamos tú y yo.

El infierno es la tierra. No obstante esta localización, es sorprendente la unanimidad en la estimación de que después de la muerte el alma emprende un viaje. Metáforas espaciales, un viaje, siempre un viaje (pese a que, me parece, no tiene sentido muy claro situar en el espacio lo que no es material). Como sea, el alma siempre vuela o navega a las moradas de ultratumba; no he leído que se desplace, por ejemplo, a lomos de burro inmaterial. Parece más propio que el alma flote o se deslice.

Ciertamente, no todos están de acuerdo sobre la localización del infierno. El eminente crítico alemán Hans Mayer, parte, como Benjamin, del marxismo bueno, antiestalinista, escribe en su tan útil e iluminador libro de chismes y comentarios sobre Bert Brecht lo siguiente: “En uno de los últimos poemas que escribió en Hollywood, Brecht transcribe un poema del poeta romántico inglés Shelley, que, hacia 1820, había pretendido que la sede del infierno se encontraba en Londres. Brecht corrigió amablemente a su colega y dijo que Londres no era el infierno, que el infierno era Hollywood.”

Común es la vociferación contra Hollywood, el gordo W.C. Fields aseguró que había sufrido un ataque de delírium trémens, pero que, como vivía en Hollywood, no se había podido dar cuenta de su estado. Hablamos con encono o resentimiento, pero nos encantan sus películas y viejos mitos.

Un infierno menor es este en que gime la ciudad de México: ya no queda ninguna librería que expenda libros en francés (un millón de títulos por año se imprimen en esa lengua). Había una deliciosa en Reforma, cerca del Caballito. Tampoco hay ninguna librería, surtida, que expenda libros en inglés; antes se alzaba cerca del Monumento a la Madre la benemérita Librería Británica, de ilustre y gratísima memoria. Y ya en plan de queja tampoco hay Asociación Daniel.

El desierto está creciendo entre nosotros...

Otra cosa en vez de tanta queja. Escribe Chuang Tzu (14,10): “Confucio, vuelto de su entrevista con Lao Tan, guardó silencio tres días enteros. A sus discípulos que le preguntaban qué consejos para regular su vida había dado a Lao Tan, les respondió: ‘hoy he visto al dragón enroscarse sobre sí y, desplegándose, ostentar su magnificencia, montar sobre las nubes y nutrirse de los dos elementos, Yin y Yang. He quedado con la boca abierta y no la puedo cerrar. ¿Qué consejos o reglas de vida podía dar yo a Lao Tan?’”

Más de dos mil años después, el gran Wittgenstein, joven entonces, fue a ver a Frege, el maestro fundador de la lógica moderna; quería exponerle sus pensamientos en la materia. A su regreso le preguntaron cómo le había ido. “Frege trapeó conmigo el piso”, respondió escueto Wittgenstein.
Y retórica más, retórica menos, ésta y la china son la misma escena.